domingo, 9 de diciembre de 2012

Por ROBERTO GARGARELLA 

Estoy convencido de que la iniciativa de dictar una Ley de Medios dirigida a democratizar la palabra, cuenta con un apoyo más que mayoritario (desde ya que cuenta con mi propio enfático apoyo). Más todavía, estoy convencido de que la muy imperfecta Ley de Medios aprobada, a pesar de sus defectos, cuenta con un apoyo mayoritario (desde ya que cuenta con el mío, con obvias reservas respecto de los negocios de miembros del gobierno con empresarios amigos). Sólo bastaría, para hacer realidad la Ley de Medios vigente, un genuino compromiso de aplicarla ecuánimemente. Si se lo hiciera, sigo convencido, no habría presión de grupo alguno capaz de frenarla, ni habría conservatismo judicial capaz de derogarla o tornarla impracticable (la Corte Suprema ya dio varias muestras de su buena disposición a favor de los mejores principios de la Ley). Pero no. El gobierno ha hecho hasta ahora todo peor que mal, y es insólito que lo haya hecho, porque ha perjudicado de ese modo hasta sus peores intereses. Por eso es entendible que tenga los problemas que tiene, para aplicar la Ley; como es entendible que tropiece con las resistencias que se le aparecen, antes de ponerla en marcha. Las resistencias encuentran apoyo entre la misma ciudadanía, que mira a la Ley, cada vez más, con una mezcla de desinterés y desconfianza. No se trata de que la ciudadanía sea conservadora, ni de que se le ha lavado el cerebro –clásicos argumentos de la derecha. Más bien lo contrario: la ciudadanía no se alinea con los “grandes grupos”, sino que le da la espalda o rechaza el comportamiento tramposo y antidemocrático que ha mostrado el gobierno, en todo este asunto. Si el gobierno hubiera nombrado, en el organismo de aplicación, a una persona sensata y capacitada, en lugar de alguien que ha demostrado ser un soldado ciego (alguien que llegó a votar y justificar, desde el “progresismo”, a la Ley Antiterrorista), además de incompetente en materia de comunicación (y por lo tanto ilegalmente nombrado). Si le hubiera dado cabida debida a la oposición, en el ente regulador. Si no hubiera usado sus peores armas, para desprestigiar, remover y recusar a jueces sospechados “no ser propios”. Si no hubiera recurrido a los servicios de inteligencia, como el Proceso en su peor momento, para apretar a jueces disidentes y particulares díscolos. Si no hubiera destratado a, ni se hubiera burlado de, el mismo Presidente de la Corte. Si no hubiera llegado a acusar a la justicia de “golpista,” frente a la sola posibilidad de un fallo adverso. Si no hubiera cambiado las reglas del juego contra uno de los jugadores, y a favor propio, mientras se desarrollaba el juego democrático –operando ese cambio de reglas de juego del modo en que siempre lo hace, es decir, de improviso, de forma oculta, a espaldas de la ciudadanía, sin discutir con nadie, de manera finalmente tramposa e ilegal. Si no le hubiera impedido a la oposición participar –como lo exige la Ley- en las discusiones relativas a la aplicación de la Ley. Si hubiera acatado los insistentes fallos de la Corte obligándole a distribuir de modo igualitario los dineros públicos de la publicidad oficial, en lugar de reírse de ellos. Si hubiera dado muestras de su disposición a organizar la comunicación pública como si fuera de todos, en lugar de dilapidar recursos públicos en tonterías y propaganda destinada a ensalzar a su líder. Si no estuviera haciendo negocios prohibidos con una empresa Telefónica, desautorizada para controlar los medios que controla. Si no le hubiera dado el visto bueno a las ilegales compras de medios realizadas en los últimos meses, por empresas inhabilitadas para hacerlo, pero dispuestas a desinformar a la ciudadanía cada vez que fuera necesario. Si no se hubiera hecho el distraído, frente a la participación en el área de comunicaciones, de empresas extranjeras o de energía incapacitadas para participar del modo en que lo hacen. Si no hubiera dado luz verde a desmembramientos ridículos, inverosímiles (“la empresa ya no es mía, sino de mi hija”), ofrecidos por algunas de las empresas amigas que alegaban así su adecuación y alineamiento con la Ley de Medios. Si no nos hubiera tomado el pelo de esta forma, pensando que semejantes burlas –semejantes agravios a todos- iban a ser consentidas por una ciudadanía indiferente. Si no hubiera regado sus traspiés con declaraciones anti-democráticas, hostiles a la división de poderes y despreciativas frente a quienes no se arrodillaban ante sus órdenes, frente a los que se animaban a dudar de lo que el gobierno exigía. Si hubiera dicho una sola palabra verdadera o sincera durante todo este proceso. Si no hubiera actuado del modo vergonzoso y vil en que lo ha hecho, la Ley estaría siendo aplicada, y estaríamos algunos pasos más cerca de la ansiada democratización de la palabra. No se trata de que uno se queja porque sólo quiere la Ley ideal, porque no acepta comprensibles desprolijidades, se asusta frente a inevitables imperfecciones, o es incapaz de tolerar necesarios desacuerdos. Se trata de que el gobierno viene acumulando, desde el primer minuto en que comenzó a trabajar en torno a la Ley, acciones ilegales e inconstitucionales, palabras y prácticas anti-democráticas, negocios sucios, aprietes dignos de un gobierno militar. Y en lugar de calmarse y reconsiderar lo que hace, actúa lo contrario, y como suele hacerlo, desespera y acelera desentendiéndose de las consecuencias de sus actos. Porque de los grandes grupos privados (finalmente, del capitalismo rapaz que nuestra clase dirigente nos lega) uno no tiene razones para esperar nada, pero del gobierno sí, porque nos pertenece, porque vivimos en democracia y debe por tanto obedecernos. Pero no. Resulta que estamos en guerra, con la palabra cada vez más concentrada, con cada día más voces excluidas, con un sistema económico cada día más brutal y desigual, con una democracia cada día más degradada. Y este gobierno es protagonista clave de este miserable retroceso. 

ROBERTO GARGARELLA es Doctor en Derecho. Miembro de Plataforma 2012. Fuente: Seminario Gargarella

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