Por SERGIO BALARDINI
Reflexionar sobre la relación de la juventud con la política, requiere poner las cosas en contexto, considerar el escenario y analizar los actores reales en juego. Y requiere abordar los cambios políticos, económicos y culturales que transformaron los modos de participación en general, y, juvenil, en particular.
Hagamos un breve recorrido de las últimas décadas. Las claves político-culturales de los años 60 y 70, responden a la figura del cambio, como transformación de la realidad; y de la voluntad, como motor y dirección de dicha transformación, en un contexto de fuerte radicalización política e ideológica, consecuencia de la disputa socialismo capitalismo, y los procesos de descolonización y de liberación nacional. Esta tríada, define las características que asumía la participación por esos años: la voluntad como motor de cambios radicales. La convicción que se hallaba detrás era que desde la política se construía a la sociedad y la economía iba a su saga. Por lo tanto, la Política era la Voluntad. Y era, además, Transformadora, porque prometía cambiar el mundo. Por cierto fuertemente utópica, con buena parte de la militancia sintiéndose poseedora de verdades históricas. De allí su atractivo, del que era muy difícil sustraerse. Esa militancia fue por todo o nada, con la urgencia de cambiar el mundo y hacerlo más justo. En ese horizonte, para algunos, la democracia era una trampa o una demora para alcanzar los más altos fines. Relativización que llevó a muchos a adoptar métodos de lucha directos, con la imagen del Che en su horizonte. Y se les respondió con la más terrible represión estatal tributaria de la Doctrina de la Seguridad Nacional.
Ya en tiempos de la dictadura, la política estaba proscripta y militar suponía enfrentarse con el terror y la posibilidad real de la muerte en el marco de un plan sistemático de aniquilación que dejó 30.000 desaparecidos, la mayoría jóvenes. Transcurridos unos años, con su desgaste a cuestas, la dictadura, en busca de apoyo popular, se embarcó en la aventura de la guerra de Malvinas, que dejó cientos de muertos jóvenes, y cuyo fracaso fue central en su retirada. Cada vez más voluntades empezaban a expresarse y la movilización por la democracia cobró fuerza a través de repetidas expresiones de rechazo (múltiples en conciertos de rock y estadios de fútbol), y, junto con el movimiento de derechos humanos,dieron cauce a una masiva participación juvenil.
Con la recuperación de la democracia, a finales de 1983, la juventud acompañó sus primeros pasos asumiendo su revaloración. Sin embargo, los intentos democratizadores, a poco de andar, se enfrentaron con fuertes resistencias
corporativas y deudas acumuladas. Al mismo tiempo, en el campo de los derechos humanos la decisión inicial de realizar el “Juicio a las Juntas” y el “Nunca Más”, se vio opacada, por las exigencias militares que concluyeron en las leyes de “obediencia debida” y “punto final” (tras sucesivos acuartelamientos), recibidas en la población como un retroceso democrático. Las promesas e ilusiones de la democracia (seguramente ingenuas) fueron de difícil cumplimiento. Y un programa, tímidamente reformista, terminó en un virtual posibilismo restrictivo que concluyó en una profunda crisis. El resultado fue la retracción de la participación.
La respuesta a la crisis, en los años noventa, se tradujo en la aplicación de las recetas neoliberales que más tarde se conocerían como “Consenso de Washington”, cuyo fin último era reducir la política a la economía y ponerla al servicio de las grandes corporaciones. La política era presentada como una interferencia para el buen gobierno y se la redujo a pura técnica y administración de las cosas: la gestión de los gerentes. La realidad era lo “dado”, algo inmodificable en su estructura, y sólo había lugar para una política minimalista destinada a intervenir a favor de pequeños cambios en ámbitos cercados. Una “política gerencial” como gestión de lo existente que no tenía pruritos en señalar que “pobres habrá siempre”. Un modo de entender la política poco atractivo para jóvenes que se indignaran por las injusticias del mundo. No obstante, de interés para una porción de jóvenes profesionales o con destino de serlo, que construyeron el camino a una militancia que, a su tiempo, adquirirá formato PRO (“militancia de gestión”).
A lo largo de la década, la política fue adquiriendo un discurso tecnocrático y economicista, pero también polivalente,
desanclado de la práctica y nómade. Los argumentos duraban lo que la necesidad política y podía sostener cosas
antinómicas de la noche a la mañana. Un nuevo marxismo, línea Groucho, sostenía “Tengo mis principios, pero si no te gustan, tengo otros”. Así fue como el “Síganme, no los voy a defraudar”, representó otra ilusión a pérdida, que desmovilizó y orientó los esfuerzos hacia proyectos individuales, o socialmente acotados, sin aspiraciones de cambio. Pero los noventa no terminaron allí, sino que se proyectaron al nuevo siglo dejando una bomba de tiempo económica, que, sumada a la impericia del gobierno entrante, abrió las puertas a la crisis de 2001, en el que las promesas heredadas, se evidenciaron como ficciones. La grave crisis (económica y política), culminó en una situación institucional límite con masivas movilizaciones (con cerca de 30 muertos por la represión policial), y la renuncia del presidente De la Rúa, que (debido a la previa renuncia del vicepresidente) derivó en tensas deliberaciones y acuerdos inestables (con presidentes provisionales en serie) hasta acordar qué Senador completaría el mandato de la dupla renunciante. En el peor momento económico, en los primeros meses de 2002, más de cuatro millones de argentinos sobrevivían gracias al trueque. Esta situación, empujó a la población a las calles (y, una vez más, a los jóvenes), y generó novedosos dispositivos participativos (asambleas, fábricas recuperadas, clubes de trueque, proyectó a los piquetes y diversas formas de acción directa), en medio de una fuerte desilusión y crítica a la política (no a la democracia, posiblemente porque el recuerdo de la dictadura seguía muy presente). Todo ello, junto al rechazo a la manipulación y la participación ficcional, desvinculada de la toma de decisiones (modeladas en otros ámbitos), y “la crisis de la representación”, se sintetizó en la consigna “Que se vayan todos”, en medio de una extendida sensación de no contar con partidos y políticos confiables, que representen el interés popular. Pero, con la crisis, muchísimas/os jóvenes llegaron a la participación solidaria, y, aquellos que ya participaban en organizaciones sociales, comenzaron a preguntarse por el sentido de sus acciones, dando inicio a una incipiente politización. En ese momento, conviven sus ganas de participar y su cuestionamiento a la política partidaria. Participación sí, pero no en partidos. Allí se abría la brecha con jóvenes en disponibilidad participativa para quien ofreciera una alternativa. No sin traspiés, atravesando nuevas jornadas dramáticas, como aquellas en que el poder policial asesina a los militantes Kostecki y Santillán, en 2003 llega el tiempo de la normalización institucional vía elecciones, en un proceso electoral incompleto, ya que el ganador de la primera vuelta, ante la evidencia de su derrota en la segunda, renuncia y habilita a Néstor Kirchner, quien había obtenido el 22% en la primera ronda, y que con ese escaso respaldo de las urnas, asume el nuevo gobierno. Y allí comienza un nuevo capítulo.
El nuevo gobierno, toma decisiones que, poco a poco, recuperan la dimensión de la política como lucha de intereses y herramienta de transformación de la sociedad, y, mediante sus disputas con diferentes corporaciones (los llamados poderes fácticos: militares, la iglesia, organismos internacionales de crédito, más tarde los medios de comunicación concentrados), aparece ampliando la frontera de lo que se aceptaba como “posible” y, generando, en consecuencia, una agenda con fuertes debates, que resulta sumamente atrayente para muchas y muchos jóvenes que comienzan a ver con simpatía el proceso iniciado (más allá de contradicciones, marchas y contramarchas, luces y sombras). Y,también establecida la política como puja de intereses, aproxima a otros que no comparten medios o fines con el oficialismo. Como sucedió con el conflicto por las retenciones en 2008, donde las calles y los medios bullían de debates y pronunciamientos, de movilizaciones, a favor y en contra. El regreso del conflicto, de la dimensión agonista, es un magma que inyecta nueva energía a la política. Aunque la política no se reduzca al conflicto. Este proceso que contrasta con el consenso democratizador postdictadura de los ochenta y el consensualismo entreguista de los noventa, es asociado con los tiempos en que la política era entendida como lucha (aún sin asimilarse a ellos), lo cual busca dotarlo del plus de una genealogía, frente al vacío de la historia, propio de la posmodernidad noventista , de sobrecarga de presente. Así, se constituye el famoso “relato” oficial, una operación política de inclusión y exclusión de sucesos y una dirección de sentido, que deberá enfrentar el desafío de absorber e integrar el porvenir de sus acciones, o su gradual desarticulación. O su pugna con otros relatos, hoy pendientes de articular.
En medio de este proceso, inevitablemente, se habilitan preguntas y despierta el interés en diversos sectores de la sociedad, que también se politizan y organizan.En consecuencia, desde la crisis de 2001 se advierte una “nueva politización” de los jóvenes (y “re-politización” de la sociedad), que crece gradualmente y alcanza su cenit en 2010, cuando la muerte del ex presidente Kirchner opera como catalizador de posiciones y agrega un intenso componente afectivo al escenario en construcción. Una mayor cantidad de jóvenes se interesa por la política, o por“temas políticos”, debaten, se interrogan,se indignan, movilizan, y, una parte de ellos se acerca a los partidos. Ha cambiado la sensibilidad política. Y el clima de época. Los medios acercan imágenes de jóvenes de inverosímiles geografías en toda clase de acciones políticas: Chile, México, Francia, España, países árabes, EE.UU. Imágenes que agregan sentido a la interpelación y a la acción. En este nuevo marco, muchísimos jóvenes (de clase media y sectores populares) expresan su voluntad de participar, de acompañar, sin llegar a la militancia tradicional. Son jóvenes con vidas complejas y múltiples responsabilidades, que además valoran sus intereses y desarrollo personal. Son, además, jóvenes que desde niños toman decisiones y negocian, en una relación más horizontal con los adultos, aunque también muchas veces motivo de imposición. No habiendo necesitado confrontar con la generación anterior, con la que muchas veces compite y disputa espacios, esta socialización en la “micropolítica familiar” y generacional aportará elementos al proceso en marcha. Pero al mismo tiempo, surge una nueva tensión, entre jóvenes incómodos y resistentes a la “bajada de línea” adulta o institucional, enfrentados al atractivo, en tiempos de alta incertidumbre, de discursos cerrados, llenos de certezas, que aquietan angustias y cierran paso a la duda remitente. Jóvenes, por una parte pragmáticos , demandantes y negociadores, por otra tensionados por valores de justicia y derechos, están desafiados a construir una visión que integre lo personal y lo colectivo, ética y estética, modos y contenidos, autonomía, libertad y compromisos, búsqueda y certidumbres que les permitan anclar la vida, en un horizonte de equidad y igualdad.
Las viejas formas de inclusión partidaria, podrían encuadrar sólo a una parte de ellos. Los partidos y sus juventudes orgánicas, tienen una gran posibilidad de sumar o articular participación de diverso tipo, pero para eso, necesitan de líderes convocantes, una estrategia política atractiva, habilitar la contribución sobre temas de interés variados, y, crear
dispositivos de participación novedosos, abiertos, escalables, modulares, temporales, tecnológicos, que permitan incluir y articular voluntades, de variado modo. Con nuevas estéticas, de las que los festejos del Bicentenario hicieron muy buen eco. Una ventana de oportunidad para los partidos y su necesidad de renovar sus estructuras y militantes, y, en el mejor de los casos, ideas, conceptos y métodos.
SERGIO BALARDINI es Director de Proyectos de la Fundación Friedrich Ebert (FES)
Fuente: Reflexiones – Instituto Gen
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